En 2017 he cumplido 40 años de ser sacerdote (14 de agosto) y 50 años de ser salesiano (16 de agosto). Infinitas gracias sean dadas a Dios.
Ello me lleva a pensar que el origen de la vocación se encuentra en una experiencia: la experiencia del amor infinito de Dios.
El amor de Dios hacia todos y cada uno de nosotros se manifiesta en el hecho de que hemos sido elegidos desde antes de la creación del mundo para ser sus hijos. De manera que nos ha creado y nos ha formado en el vientre de nuestras madres. Pero sobre todo está el hecho de que Jesucristo, Dios hecho hombre, ha muerto para perdonar nuestros pecados y nos ha posibilitado participar en la misma vida divina.
Estos son hechos de amor que realmente lo convencen a uno cuando se piensa.
La experiencia del amor de Dios suscita en nosotros sentimientos de gratitud, alabanza, arrepentimiento, y disponibilidad absoluta para hacer su voluntad.
La voluntad de Dios es que nos dejemos amar por él, y que lo amemos nosotros. Y que nos amemos los unos a los otros. El cristiano es un enamorado, un seducido por el amor de Dios. El amor es la vocación principal de todo ser humano.
Lo importante en la vida es amar. Lo que el mundo necesita es amor.
Necesitamos ser amados. Pero no es necesario ya que mendiguemos amor. Nosotros podemos amar a otros, porque estamos llenos del amor de Dios. Porque Él nos amó primero.
El amor puede vivirse en el matrimonio. Pero puede vivirse también en el servicio total y exclusivo a la causa de Jesús en la Iglesia, para llevar el conocimiento de Dios a los que todavía no lo conocen.
Porque, el Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones (Mc 16,15; Mt 28,18-20).
Pues bien, al principio del tercer milenio, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento. Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16).
Ambas formas de vivir el amor, el matrimonio y el celibato o la virginidad por el Reino, son sacrificadas, pero son hermosas.
Lo importante es saber reconocer los signos de nuestra propia vocación. Hay que orar por ello.
Lo que está mal es plantear la propia vida en forma egoísta.
Los sacerdotes y religiosos no caen del cielo ya hechos con los bolsillos llenos de bendiciones para empezar a repartir.
Los sacerdotes y religiosos surgen de las familias creyentes y de las comunidades cristianas fervorosas.
Porque hay vocaciones en la medida en que hay fe. La vocación surge de una experiencia religiosa.
En el origen de la vocación hay una fuerte experiencia de Dios, del amor de Dios por nosotros.
Como dice S. Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gá 2,20).
Él es quien hace latir mi corazón, él me da su amor y su perdón. Él me espera para compartir su felicidad por toda la eternidad, porque “no nos trata como merecen nuestros pecados” (Sal 103,10).
La experiencia del amor de Dios me hace sentir una gran alegría, una gratitud inmensa y eso hace que me ponga a su disposición porque me ha comprado, no con oro o plata, sino con su sangre; y ya no me pertenezco, sino que le pertenezco a Él.
Como María, puedo decir: “Se ha fijado en la humildad de su esclava”. Y como ella debemos responder: “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad”. En ello encontramos la felicidad.
Y ¿cuál es su voluntad? Que todos se salven. Le da lástima la multitud porque “andaban cansadas y agobiadas, como ovejas sin pastor” (Mt 9,36). Quiere que coman y se sacien. Que coman la Palabra y la Eucaristía y se sacien y sean felices y se salven.
¿A quién enviaré? Pregunta el Señor (Is 6,8).
Y ¿qué responde el creyente, el que ha hecho la experiencia de ser amado por Dios personalmente hasta la locura; el que ha descubierto en Cristo aquel tesoro por el cual vale la pena dejarlo todo? Aquel que, ahora, “todo lo considera basura comparado con Cristo” (Fil 3,8), ¿qué responde el creyente? El creyente responde:
– AQUÍ ESTOY, ENVÍAME A MÍ.
Ahí está la vocación. No hay que esperar más. No hay que esperar que un ángel se nos aparezca.
Y Jesús añade: – Quiero tu colaboración para seguir amando y seguir salvando.
A este punto no me queda otro remedio que ponerme a disposición para servir, llenarme de gracia de Dios más cada día. Perder el miedo de seguir a Cristo más de cerca. Porque Cristo paga con creces a quien alegremente se da.
Tenemos vocación en la medida en que somos conscientes de todo esto y somos conscientes de que podemos hacer algo, de que podemos hacer más de lo que estamos haciendo. ¿Qué más podemos hacer? Depende de nuestra generosidad, de nuestra disponibilidad. Pero no dudes de que te espera una vida de plenitud.